La Guerra Anti-popular colombiana: Un acercamiento al hostigamiento militar a la población civil

Por: Manuel Saturio Valencia- Invitado La Direkta

Una de las matrices discursivas del uribismo, para re-legitimar su desgastado proyecto social, ha sido plantear que la insurgencia ha usado “todos los medios de lucha” contra el Estado; también se han excusado en la premisa que, la izquierda ha manejado un discurso de odio que incentiva la violencia y aviva el nivel de la confrontación social.

Este discurso esconde en su seno una línea de interpretación política, en la cual los distintos sectores democráticos son cómplices o por lo menos complacientes con el proyecto insurgente, por lo cual es legítimo dar un tratamiento militar a la población civil. En este punto, la identidad entre las Fuerzas Públicas y el uribismo es total, razón por la cual el gobierno ha demostrado una mano violenta contra la población.

Se pensaba que, con la desmovilización de las FARC en el 2016, cesaría la violencia política en contra de líderes y lideresas sociales, defensores de derechos humanos, periodistas y opositores políticos. Pero a la fecha de hoy, las estadísticas dicen lo contrario (pfff como si las vidas de todas ellas fueran números). Para el año 2020 se estima un promedio de un asesinato por día, según la Fundación Ideas para la Paz, entre el 2 de enero y el 27 de junio van más de 150 asesinatos[1].

Traslado de excombatientes de las FARC de Ituango a Mutatá en Antioquia, julio de 2020. A la fecha han sido asesinados 119 excombatientes desde la firma de los Acuerdos. Fuente: Foto ARN

Pero, este artículo no quiere ahondar en este tema, más bien desea guiar la atención hacia los últimos sucesos que han tenido lugar con la fuerza pública, en donde las agresiones a las poblaciones han sido recurrentes, desde asesinatos y desalojos hasta violaciones de menores en manada. Por ello, vale la pena preguntarnos:

¿Cuáles son las razones para que los integrantes de la fuerza estatal ejecuten tales actos ilegales a la luz de toda la sociedad?

Reafirmar la autoridad por medio del terror

Tres hechos de violación por parte de soldados abrieron el debate sobre el comportamiento de los miembros de las fuerzas armadas en relación con la población civil: el pasado 24 de junio, se conoció por medios, la denuncia de la violación de una niña indígena de 13 años de la comunidad Embera Chamí en el municipio de Pueblo Rico en Risaralda, por parte de 7 miembros del ejercito.

Los 7 soldados involucrados en la violación de la niña Embera Katio, antes de ser requeridos por un juzgado. Junio de 2020.

Posteriormente, se conoció la denuncia del secuestro y la violación durante seis días, de una niña indígena de 15 años de la comunidad Nukak Maku en el departamento del Guaviare, al interior de la guarnición del Batallón Joaquín Paris, ubicada en San José del Guaviare, por dos militares en el año 2019

Y para rematar, la investigación sobre abuso sexual de dos niñas indígenas menores de 12 años, el pasado 2 de julio del presente año, por parte de dos militares del batallón José María Cabal, en el municipio Carlosama en Nariño.

Resulta claro, que tales eventos son reflejo de una formación doctrinal de las fuerzas militares, en donde la segregación social, la distinción racial y el fomento del odio, hacen parte de la percepción del grueso de los soldados de la república. Pues la relación fundamental de estos tres hechos, está en que las victimas hacen parte de poblaciones vulnerables, que son vistas por el Estado como objeto de estancamiento del desarrollo.

Por lo anterior, las violaciones no pueden entenderse como hechos aislados, ni mucho menos realizados por “manzanas podridas”; cuando en ellos se manifiesta una carga simbólica de violencia contra las comunidades, su tejido social y la dignidad de quienes rodean a las mujeres abusadas, que sumado a otro tipo de acciones de guerra vulneran los derechos y la posibilidad de supervivencia de las minorías étnicas y políticas.

Con todo esto, la violencia sexual es entendida como una herramienta de guerra que busca quebrar psicológica y físicamente al enemigo y lo saben muy bien las fuerzas militares, no porque este escrito en sus manuales, sino por la experiencia de décadas de guerra sucia que han desarrollado. Así, las violaciones simbolizan el botín de sus guerras, para crear estigma social, para quebrar la confianza y el tejido social; no bastándoles la incineración de los campos convirtiendo el cuerpo de las mujeres y las minorías un territorio de guerra.

Según la prensa, en los últimos tres años han sido más de 120 las denuncias realizadas contra el ejército por delitos sexuales, de lo cual se puede inferir que en promedio hay 5 casos por mes. Sin embargo, tanto el poder militar como los representantes del gobierno encubren de manera ruin y descarada estos reprochables crímenes, respondiendo  cuando su pacto de silencio se rompe y aparecen estos hechos en la opinión pública.

Además, todos los aparatos estatales revictimizan en repetidas ocasiones a quienes sufren por estos hechos, poniendo en duda las versiones; recargando la responsabilidad de los hechos en las niñas; configurando un relato a favor de los victimarios; imputando cargos menos gravosos a los culpables y castigando a las familias de las menores con la amenaza de quitar la potestad de las menores.

¡Nefasto! E indignante la continua negativa que los mandos de las fuerzas militares han manifestado frente a los hechos. El general Zapateiro se ha encargado de recargar toda la responsabilidad en los soldados violadores y en su mando directo, a quien ha acusado de “no mantener alta la moral de la tropa” y por lo cual estos sujetos cometieron tal crimen.

Sin embargo, es sabido por parte de los mismos integrantes de esta fuerza, que la moral de los combatientes se encuentra baja debido al abandono en que los mandos tienen sus unidades: falta de material de intendencia, de alimentos, de acompañamiento psicosocial. Y esto, porque en su lógica, estas ausencias hacen parte de la formación y de la construcción de “hombres de guerra”. Noticias recientes han mostrado soldados enfermos de COVID-19, abandonados a su suerte, a lo largo y ancho del país, siendo un verdadero peligro para sus compañeros del ejército como para las comunidades.

Así los daños psicológicos, el hambre y el sueño, son aprendidos y usados por miles de soldados que, por medio de torturas, cercos militares, racionalización de los alimentos a los pobladores, hostigamientos y violaciones, intentan poner la carga de su desespero moral en la vida de las personas. ¿Culpa de quien? De los altos mandos, de sus asesores gringos, de la dirigencia política de este país que no es capaz de contener la barbarie del leviatán.

Arrasar con las tierras de los sin tierra

En estos últimos tiempos, también se siguen usando otros métodos criminales cometidos por el ejército. Desde hace un par de semanas han aparecido denuncias de campesinos asesinados durante procedimientos de erradicación forzosa de cultivos ilícitos, en diferentes departamentos del país.

En los territorios apartados del país, el campesinado ha tenido que seguir recurriendo al cultivo de la hoja de coca como forma de sobrevivencia económica. Pues a cuatro años de la firma de los acuerdos con las FARC y de la existencia de un punto específico para de solución al problema de las drogas ilícitas, el Estado ha incumplido en su mayoría con los planes de desarrollo rural, desconociendo la necesidad de infraestructura para la producción agrícola y los planes de sustitución manual de cultivos ilícitos concertados con las comunidades.

Vale la pena preguntarnos: ¿por qué en estos procedimientos el ejército ha usado armas de fuego en contra de civiles que han defendido sus cultivos? Desde la perspectiva que se intenta exponer, se quiere aseverar que los protocolos que el ejército ha usado, están influidos por los manuales tradicionales antiguerrilleros; en los que, en su pensamiento autómata, ven los cuerpos de la población como futuros premios y vacaciones.

El artículo hace un recuento de los últimos acontecimientos en los que se ha visto envuelta la Fuerza Pública con la población civil
Al gobierno no le interesa la erradicación manual de cultivos ilícitos ni los campesinos. Fuente: Noticias Caracol

Es necesario entender que, el ejercito es el instrumento para la aplicación de la violencia (si, implica matar, despojar, aniquilar, desaparecer, perseguir, torturar) de cualquier grupo de poder, guiado por un conjunto de valores e ideas que se manifiestan en sus prácticas; que para el caso colombiano están impregnadas de anticomunismo, antiminorias, antipobres, antimujeres, anticolombianas.

Y mientras en los campos arrecían estas violencias, en las ciudades el tratamiento represivo se ha enfocado en una serie de desalojos realizados en las periferias, con la excusa de ser “invasiones ilegales”. Así, por medio de los cuerpos de policía a cientos de personas se les ha violentado la posibilidad de resguardarse en medio de la pandemia. Un ejemplo reciente fue publicado por el The New York Times, en donde presentan cómo personas que no tenían trabajo y con la Pandemia, en medio de la crisis económica, se vieron obligados a pasar de trabajadores a “invasores”.

La mediación del gobierno es el ESMAD para quienes no tienen tierra ¿Hasta cuándo? Foto: Federico Ríos Escobar-NYT

De nuevo, la comunidad Embera, que buscaba resguardo en Soacha, fueron golpeados, desalojados y humillados por parte de la administración local, aun cuando por años esta comunidad ha estado peleando por ayuda estatal ante su situación de vulnerabilidad.

Múltiples hechos de este tipo han sucedido en las últimas semanas: en Calarcá, La ocupación de un predio terminó en un violento operativo del ESMAD en contra de 70 personas, quienes quedaron a la intemperie en plena emergencia de salud.

En Bogotá, al mejor estilo del paramilitarismo, una encapuchada del gobierno distrital dirigió la operación de despojo y destrucción de las casas de cartón de decenas de familias en Altos de la Estancia. Mientras en Soacha la policía asesinó a Duván Álvarez, un menor de edad que se encontraba junto con su familia en el barrio Ciudadela Sucre, mientras el ESMAD reprimía la resistencia civil con armas de fuego.

Y mientras los uniformados desalojan, queman, roban, insultan a habitantes de estos lugares; detrás vienen los reales despojadores de los territorios, hacendados, terreros, alcaldes, especuladores de tierras, todos en busca de acrecentar sus cuentas bancarias de monedas teñidas de sangre, la sangre de los pobres.

¡Vaya democracia! Acostumbrada a solucionar con el fusil los problemas sociales, más cuando sus fuerzas armadas esquematizan a toda la sociedad en el marco de la guerra. En definitiva, los cimientos del régimen colombiano están basados en un aparato bélico que ha perfeccionado sus métodos de violencia en contra de los civiles: el despojo, el etnocidio, el genocidio, las interceptaciones, la guerra psicológica, los falsos procesos judiciales.

Mientras tanto, las élites se atreven a afirmar que no hay crisis institucional, que el sistema es vinculante, que los representantes de gobierno son dignos y merecedores de sus puestos burocráticos, mientras a espaldas de las mayorías forjan una guerra anti-popular prolongada. Aquí vivimos, como dice el vallenato, en la “Ley del embudo”: lo ancho pa’ ellos, lo angosto pa’ uno.

“La Ley Del Embudo” de Beto Zabaleta, un vallenato que resuena en medio de las dificultades del país.

[1] https://www.telesurtv.net/amp/news/colombia-denuncian-incremento-asesinato-lideres-sociales—20200703-0002.html.