Paro Nacional en Colombia: ¿Por qué estallamos?

Foto: Yhaira Rincon

Por: Martín Zamudio Espinel

Para comprender aquello que está sucediendo en Colombia, así como en Chile y en otros países de la región, tenemos que hablar necesariamente del modelo político y económico que lleva imperando en estas tierras desde hace ya más de 30 años. Y es que sí, en efecto, no podemos reducir el estallido social a las repercusiones económicas que nos dejó la pandemia global ni tampoco a las leyes antidemocráticas e impopulares que intentan meter de taquito los gobiernos de turno, tales como la reforma tributaria en Colombia o el alza del precio del metro en Chile. Estas, más que ser las razones de fondo, son solo las gotas que rebozaron el vaso y despertaron en la gente la rabia contra un sistema inviable, inhumano y depredador que los ha sumergido poco a poco en la pobreza: El neoliberalismo. 

Basta comprender las razones por las cuales se empezó a gestar la idea de reinventar el liberalismo, allá en los años 70,  para darse cuenta de que este sistema económico no fue creado para el bienestar de las naciones quienes asumían su modelo, sino, justamente, para satisfacer la tan desmedida ansia de acumulación típica del capitalismo, impulsado por parte de los piases  mas ricos. No hay que ir muy profundo dentro de esta teoría para comprender que, detrás de los pilares teóricos del liberalismo económico, que influenció profundamente a los jóvenes economistas de la Universidad de Chicago, padres del neoliberalismo, lo único que moviliza las voluntades es el interés privado e individual, y en términos supranacionales esto no es diferente: Los Estados deben también operar bajo esa misma lógica.

En efecto, los pensadores de esta teoría se vieron profundamente interesados en intervenir dentro de las políticas internas de los países latinoamericanos, africanos y del sudeste asiático, estructuralmente pobres y políticamente ingenuos, para convertirlos en fincas productoras de materia prima sin capacidad alguna de procesarla, generando así vínculos viciosos de dependencia de los cuales difícilmente lograrían salir. El resultado de esto es lo que vemos ahora a nivel global: países ricos que compran los recursos naturales de los países pobres para procesarlos en sus industrias y posteriormente vendernos los productos terminados a un costo supremamente elevado. Un buen ejemplo de ello es Colombia, un país que siendo explotador de petróleo, tiene uno de los precios de la gasolina más elevados de la región.

Frente a la política interna, la influencia de esta corriente económica no fue diferente.  De mano de las élites nacionales se redujo por completo la regularización del Estado y se permitió a los grandes emporios económicos apoderarse del grueso de los servicios que componían al sector público, aduciendo que la mejor manera de aumentar la calidad de los servicios básicos era dejándolo en manos del libre mercado.  Bajo su entendimiento, no hay mejor incentivo para la mejora de la oferta que la libre competencia entre privados. Esto dejó a merced de los intereses clientelares y corruptos de los políticos, y de los intereses económicos de los grandes consorcios financieros, el gran banquete que les ofrecían las arcas del Estado. Estas políticas que inicialmente enfrentaron una respuesta negativa por parte del pueblo, tuvieron que imponerse a sangre y fuego para poder convertirse en los pilares de estas supuestas repúblicas. 

En Colombia, este modelo entró en el año 1986, con un entonces joven Ministro de Hacienda llamado Cesar Gaviria, quien posteriormente se convertiría en Presidente de la República por pura carambola política y quien, para ser sinceros, ha pasado de agache siempre frente a la responsabilidad que tiene de haber convertido a Colombia en el país empobrecido y desigual en el que vivimos actualmente. Hoy, casi 35 años después, vemos las repercusiones de sus decisiones económicas y políticas -y las de todos los Presidentes que han dirigido el país desde entonces- en las más de 21,1 millones de personas que subsisten con menos de 331.688 pesos al mes (el equivalente a 85 USD). Esto significa, en otras palabras, que el 42,2% de la población está por debajo de la línea de pobreza. Una cifra bastante sorprendente y difícil de digerir, sobre todo, cuando medimos la línea de la pobreza con una estándar tan amable como ese. Además de ello, servicios tan básicos como el acceso a la salud solamente están siendo suplidos al 60% de la población, que debe pagar mensualmente un aporte desmedidamente alto frente a sus ingresos para poder tener acceso a dicha cobertura, la cual en la mayoría de los casos es paupérrima. De la educación no podemos decir diferente, cuando más del 30% de los niños y jóvenes del campo termina desertando de sus estudios por la falta de oportunidades y por el abandono tan bárbaro del Estado de cara a la ruralidad. Otra cifra impactante es saber que más del 50% de los estudiantes que llegan a la educación superior provienen de las clases más privilegiadas de la sociedad.

El exceso de la acumulación de la riqueza, entendida no solamente como el capital económico sino también el capital cultural, el acceso a la tierra y el acceso a los servicios básicos convertidos ahora en privilegios de corto alcance es el resultado de 30 años bajo este sistema, y explica en gran medida el porqué del gran estallido social. El país ha sido vendido a los grandes monopolios, a la tercerización laboral y a la inversión extranjera sin regularización, respeto social ni medioambiental. Los ricos son cada vez más ricos y los pobres son cada vez más pobres, y esto no cambia sino que se arraiga cada vez más en la sociedad, a pesar de que hacia afuera las calificadoras de riesgo internacional nos vean con buenos ojos. Esto se debe a una razón en específico: El crecimiento del PIB no se distribuye a lo largo y ancho de la sociedad sino que se acumula en pocas manos beneficiando así a las cada vez más pequeñas élites económicas. Lo importante es entender que esto no es un “daño colateral” sino el perfecto andamiaje de un sistema diseñado para acumular la riqueza. 

Tal vez todo esto explique de una manera más clara por qué Colombia se sitúa en el puesto número 2 de los países más desiguales de la región más desigual del mundo, llegando al puesto número 7 a nivel global. Esto también puede esclarecer el porqué en Colombia para salir de la pobreza son necesarias 11 generaciones, pero para caer en ella solo es necesaria una. Para ponerlo en datos, los índices de Gini (índices que miden la desigualdad) son extremadamente altos llegando a 0,54 en aquel que mide los ingresos y en un 0,89 en aquel que mide el acceso a la propiedad rural. Según expertos, los países que superan el 0,6 dentro de dichos índices son susceptibles a entrar en guerras civiles, la pregunta es ¿todavía nos cuestionamos el porqué de los estallidos sociales en Colombia?

A todo lo dicho anteriormente hay que sumarle que nuestros políticos no piensan en largos ni medianos plazos sino que tienen una vista miope y embelesada, en donde vale más una empresa minera asentada en un río al cual va a contaminar de manera irreversible, que el río mismo que nutre miles de kilómetros de campos fértiles. Prefieren hacer tratados de libre comercio para reducir los costos arancelarios para comprar comida importada a bajo costo que invertir en su propio campo moribundo. Ven a su pueblo como una masa de idiotas útiles en vez de entender que están vendiendo por miserias la mano de obra bien cualificada a las empresas extranjeras que saben que pueden reducir costos en un país donde no hay derechos laborales reales: he aquí el porqué de los call centers que hoy en día contratan para responder llamadas a personas con maestrías y doctorados. 

Si Colombia tuvo un estallido de cólera social lo hizo porque la mano invisible le dio una bofetada, tras otra, tras otra. Lo realmente importante, más allá de entender todo esto, es que esa mano invisible puede ser aplastada por aquel puño arriba que hoy representa a este gran despertar nacional, que clama por la igualdad y se declara resistencia. Tal vez, nos cansamos, finalmente, de vivir en este sistema precario, pensado para mantenernos lo suficientemente muertos como para no poder luchar, pero lo suficientemente vivos para mantenernos en la búsqueda por el pan.